Dicen que los días en Bogotá dependen del estado de ánimo de sus habitantes, que depende de cómo los ciudadanos sienten los muros a su alrededor, de cómo sus almas compenetran con los callejones, semáforos y avenidas. Pues bien, hay como en todos los lugares del mundo historias paralelas; paralelas en manera metafórica como lo es en este caso. Mientras recorría las calles de la vieja candelaria, recordé como el lugar que me vio crecer, mi barrio, alberga historias dignas también de ser contadas por la valentía, osadía, y en cierta manera heroísmo con el que los protagonistas de estos cuentos de barrio contaron.
El día era oscuro. Seguramente no había sido un buen día para los bogotanos. Como todos los días, el grupo más destacado de jóvenes del barrio, el grupo al que yo solía pertenecer, se reunió en su lugar habitual de encuentro. Y de la misma manera que en la antigua legendaria Bogotá se reunían pensadores, líderes del pueblo, jóvenes tolerantes y llenos de vida, nosotros, “los del barrio” nos reunimos en el parque para hacer lo que muchos adolecentes de un barrio de clase media hacen; hablábamos, fumábamos, jugábamos… cualquier cosa que ayudara a que el tiempo transcurriera mas rápido.
Ese día en particular, a mediados de junio del 2006, algunas personas, conocidas por sus malas intenciones y su mal carácter con todo el mundo, se acercaron a nosotros con el extraño ánimo de entablar cierto tipo de amistad con el grupo. Para muchos, la seductora idea de hacer parte de esta gente les convenció y desertaron de lo que algún día fue, un convencional grupo de jóvenes de barrio.
Paralelamente como ya expliqué, en el pasado, en las calles de la candelaria, los ilustres hidalgos que alguna vez habitaron el centro principal de la ciudad, fueron desertando a lugares más allá de los rescatables; desertaron donde las ideas sabias y las mejores intenciones dejan de existir… y motivados por la seducción del poder y el dinero, dejaron atrás su ilustre pasado, para moverse en un mundo, donde los únicos que importaban eran ellos.
Los años transcurrieron y aquellos inocentes que alguna vez fuimos nosotros, ahora estaban orgullosos, felices, de las nuevas peripecias y aventuras que habían pasado a lo largo del tiempo, sin saber, que a los ojos de los vecinos que alguna vez nos quisieron, ahora no éramos más que un montón de vagos, repudiados por los demás y temidos por algunos. Pero, como ha de saberse, no hay historia que el poder de la corrupción termine bien, y un día en uno de los famosos apartamentos de estos ahora “destacados jóvenes” una muerte se pronunció.
Llegando el anochecer muchos años atrás, ese día en la Candelaria, un bogotano enfurecido por el hambre y la injusticia, se abalanzó sobre uno de los tantos que algún día defendieron a su gente, y le mostro la rabia que la inconformidad puede alcanzar, dándole fin al hombre… dándole fin, a aquel que mostró el dinero que el pobre sentía como suyo.
Esa misma noche pero muchos años después en la misma Bogotá, aunque en un barrio alejado de la Candelaria, Damián, un joven seducido por el poder, por la ambición del conocimiento de la calle, murió de una sobredosis de heroína… curiosamente la única “heroína” que él conoció en su vida aparte de su madre.
Ese día fue oscuro… tanto en el pasado como en el presente de la muerte de Damián.
Ese mismo día, alejados tan solo por el tiempo, dos ciudadanos, los dos supuestamente igual de valiosos murieron. Fallecieron por lo único que no está permitido en el paraíso terrenal colombiano, la seducción del mal. Murieron finalmente, por la única razón que un colombiano le puede fallar a sus semejantes: la ambición y el poder.
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