lunes, 8 de agosto de 2011

Un respiro: El Fútbol Nacional

Nunca conocí la fiesta del fútbol hasta hace un par de días. Siempre escuché que ver un partido de este deporte por televisión no se puede comparar con ver uno en vivo, en el estadio, cerca de los jugadores, escuchando los gritos del entrenador y de los aficionados; haciendo las tremendas filas para comerse un perro caliente a precios altísimos y pasando por filtros de requisas que al final se vuelven molestas.

No mentían. Es una experiencia que sin lugar a dudas vale la pena repetir.

Asistí por primera vez a un partido de fútbol profesional el pasado Viernes 5 de Agosto en el Nemesio Camacho, El Campín. Se trata del mundial, y así no sea el de mayores, mi familia y yo teníamos que asistir al menos una vez antes de comenzar a parecer extraños entre nosotros (a todas las familias les pasa).

El estadio se ve mucho más bonito e interesante cuando se sabe que va a ser parte de él en unos minutos; la cotidianidad y el afán usualmente nos obliga a ignorar la arquitectura de la ciudad y no niego que nunca antes había puesto reparo en esta construcción. Resulta que, por obvias razones, es tan grande como imponente. Miles de personas caminan maravilladas hacia la edificación con sonrisas en sus rostros, puede que sea por la expectativa de su interior, de los jugadores, del momento del gol, de la emoción.

Para sostener más de 35000 personas esta estructura tiene que ser maravillosa. Seguramente (a menos de que se trate de arquitectos o ingenieros civiles, o alguna cosa así) nadie tiene idea de como el concreto, junto con el metal, logran sostener a tanta gente junta. Yo tampoco lo sé, pero sé que tiene que ver con la distribución del peso a lo largo de las columnas que se reparten a lo largo de toda la construcción. Algunas, particularmente en el sector oriental y occidental, son inclinadas a izquierda y derecha, formando triángulos entre ellas; en "sig-sag" como si se tratara de un juego estético, de una torre de cartas, sólo que esta vez, no sostienen más de ellas sino silleterías con personas.




Todos los espectadores, a excepción de algunos pocos, visten la camiseta de la selección; del equipo de La República de Korea habían muy pocos y la única forma de encontrarlos en grupo era cuando estaban juntos haciendo fuerza a su equipo. Miles, literalmente miles de camisas amarillas cubrían la estructura; desde la prenda más actualizada hasta unas que parecían las de la selección del 93, marca Comba, cuando se utilizaba el cuello amplio que sobresale de la camiseta y baja en corto azul nuevamente sobre el cuello. Estaban las Lotto del 2002 al 2010, las Reebook (en mucha menor cantidad) que fueron a Francia a disputar el mundial de mayores; se podía repasar la historia de la selección si se prestaba atención a los asistentes del partido (por supuesto, sobraban las imitaciones, incluyendo la que yo llevé puesta).

La espectativa se agiganta cuando se está a punto de llegar a las tribunas. Lo primero que se puede ver es la iluminación y parte de las gradas del lado contrario del estadio. Y ruido. Mucho ruido que golpea en los oídos y eriza la piel. Después de todo es un sonido que sólo puede venir de una masa de personas que vienen a llorar o a celebrar el triunfo de alguno de los equipos. Todos juntos entran y todos juntos salen sin importar el resultado.

Los padres dirigen a sus pequeños tomándolos de los hombros con fuerza, seguramente para que no se les pierdan de vista y no les arruinen el rato; sería triste que en cambio de ver el juego se queden buscando con desesperación al chico. Se les ve, a los mayores, a los padres con cara de orgullo. Están con sus hijos en el estadio en un partido de la selección; a los más jóvenes se les ve esa mirada de inocencia, de perplejidad; ellos también saben que no deben separase de su viejo y que están a punto de presenciar un juego de fútbol. Una de las pocas cosas que mantienen a este país unido.

A medida que se acerca el comienzo del partido, la multitud comienza a animar al equipo local con gritería y palmas; yo imagino que se escucha en los camerinos y, ante tal estruendo, a los jugadores también se les riza la epidermis. 




La iluminación es un sueño. Por lo menos en las graderías no alcancé a ver un lugar en el que la luz no llegara. En las cuatro esquinas del Campín se alzan las torres que hacen parte de la iluminación del lugar; se sabe que son bombillos de alto voltaje, que deben ser unas 20 o 25 columnas por unas 10 filas de estos, pero parecen uno solo. Una gran pantalla que irradia luz cegadora que se encarga de hacer juego con las otras tres para alumbrar cuanta sombra sea posible.

Luego de unas palabras pronunciadas por una voz desconocida y con mala pronunciación del inglés, entran los árbitros seguidos de los jugadores y la multitud estalla en ruido. Gritos, chiflidos, cornetas y vuvuzelas ensordecen el silencio. Cuando los equipos se acomodan en línea mirando hacia el occidente (donde se encuentran los palcos preferenciales y la boletería más cara) se reproducen los himnos de los países a los que pertenecen cada equipo. Primero el visitante y luego el local.

Con tristeza, con profundo dolor noté que mientras sonó el canto nacional de La República de Korea, la multitud no calló; ni chistó el silencio mientras fervientemente los extranjeros cantaban a su patria. Me avergoncé de ser colombiano y baje la cabeza (en silencio) mientras sonaba su himno. No sé nada sobre la moral más me inculcaron principios dice una canción de rap venezolano.

Cuando terminó la canción nacional extranjera, luego de unos segundos, sonó la composición de Oreste Síndici y la multitud dejó de producir cualquier clase de sonido. Callados todos. Me pregunto que sintieron los visitantes que estaban en la sillas altas de la parte sur oriental. La gran mayoría canto la letra de Rafael Nuñez sin detenerse hasta el final. Se me crispó la piel de nuevo, esta vez no tanto por la emoción; no sé por qué fue. Tal vez porque soy colombiano y nunca había escuchado el himno nacional tan alto. Lástima que no supimos hacer lo mismo por nuestros invitados. Mal por los anfitriones.




El juego comenzó sin ninguna novedad; ya había visto que se formaba alboroto cuando empieza el partido una vez que estuve viendo otro cotejo de la selección de mayores en un bar.

A medida que transcurría el partido la emoción y el miedo aumentaban. Cada llegada del equipo contrario lograba soltar una respiración de todas las personas que se asemeja a un ventarrón con el volumen de 50 baffles de la mejor calidad. Era jocosa la cantidad de palabras soeces que salen de las bocas de las personas cuando un jugador se equivoca haciendo un mal pase o cuando fallan un tiro al arco. Se exalta el uso de la grosería con delicadeza; nadie tuvo en cuenta (incluyéndome) que habían muchos niños cerca y que, con seguridad aprenderían tan rápido como sus padres dicen las "vulgaridades". Puede que en este contexto sea aceptable. No lo sé, no soy quién para decirlo.

Fueron varios de estos momentos hasta que por fin... se hizo el gol por el que la mayoría de los asistentes fuimos. Eso si; no soy un fanático del fútbol pero ver un gol en el estadio es muy distinto a verlo en la pantalla (grande o pequeña). Imagino, nuevamente, que el grito colectivo que anunció el gol se escuchó varias cuadras al rededor del estadio. Todos sonreían mientras veían la repetición en la pantalla. O por lo menos la mayoría.

Luego del gol, tengo que admitir, el partido se tornó monótono y se perdió un poco la emoción; sin embargo, a pesar de que no hubo mucho para ver después de la primera anotación los pocos momentos de juego fuerte que se presentaron compensaron la espera. Cuando los jugadores se acercan al arco (no importa de qué equipo) los espectadores se ponen de pie a la espera de que la jugada concluya; cuando acaba, como si fuera la liberación de una carga imperiosa sobre los hombros de la que se liberaran, se sueltan con una libertad jocosa sobre sus asientos. Eso sucede durante todo el partido; hasta como ejercicio debe resultar tal movimiento.

Sobre las luces que están arriba de los palcos preferenciales, durante más de la mitad del partido, se posó el atardecer y, no sé si en conjunto con la iluminación del Nemesio Camacho, se formó un color morado y naranja que hacía degradé en sus diferentes tonalidades hasta que se unían con el techo del estadio; no sólo hubo juego sino también buena vista. No tengo experiencia en eso de la afición del fútbol pero seguro que fue un buen día para el país.

Es bonito ver como convergen todos los estratos sociales, gente de todo tipo, con todas las formas de pensamiento que se puedan imaginar y que nadie agredió a nadie. 35000 colombianos pasaron al rededor de 120 minutos de armonía y amistad sin necesidad de recurrir a la tradición violenta que nos caracteriza. Todos hermanos colombianos. Nada de nacionalismo, nada de diferencias; solo gente que vive en el mismo lugar y que comparte su cariño por un deporte que siempre ha sido de su preferencia.

Bonito, un gesto bonito sin duda.

Cuando acabó el partido y el resultado final se pronunció, la multitud celebró con aplausos y chiflidos. los jugadores saludaban y rendían tributo a la responsabilidad que se les asignó: darle un respiro a este país enfermo.





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